EVOCACIONES DE LA PIEDRA DE LA PANELA
Por: Karonlains Alarcón Forero.
Antropóloga, U. Nacional (Colombia)
Debo aclarar que la madre aquí retratada es
ficcionada, de esas que solo se encuentran en los cuentos de Cortazar, Gabriel
García Márquez, o en cualquier cocina colombiana. Mi madre es mucho más bella,
tolerante, creativa y ante todo, tiene una puntería envidiable.
En este tema de los castigos se han escrito
muchas cosas: que son buenos, que malos, adecuados, inadecuados, que se debe
dar una palmada en la mano, que mejor ningun castigo físico, que un fuetazo de
vez en cuando no desbarata a nadie, que los pedagógicos, que los que no
enseñan, en fin…
Este artículo no es del tipo “diez consejos
para padres jóvenes,” o “¿es mortal el cable de la plancha?” Tampoco “mejora tu
puntería con objetos contundentes, querida madre moderna,” no. Simplemente
cuenta una historia y cada cual que saque sus conclusiones.
Mi madre sufrió mucho conmigo básicamente
porque no tenía una medida de control, en palabras normales: no encontraba un
castigo. Uno de mis primeros recuerdos es estar mirando una pared de color
pálido con unas pequeñas grietas, creo que estaba en los famosos “tiempos
fuera” que se usan ahora con mucha frecuencia. En esos tiernos recuerdos lo
único que tenía en mente era el odio desmedido hacía mis padres, maestra o cualquiera
que me hubiera castigado; me decían: “Piensa en lo que has hecho.”
Yo, efectivamente, cavilaba al respeto y no
encontraba por qué yo, la tierna criatura inocente de un par de añitos que era,
tenía que pararme hasta que me dolieran los pies solo por cortarle un mechón de
pelo a mi hermana; en la peluquería lo hacían todos los días y nadie era
castigado. O porque decidía averiguar por dónde había electricidad, usando el
dedo de alguien más; eso era curiosidad científica, de esa que forja a los Einsteins
o Newtons, pero no, a mí en lugar de nominarme al premio Nobel por descubrir
que tan rápido se quema un soldadito de plástico, me mandaban a una esquina.
¡Tamaña injusticia!
Así que el ejercicio de mirar hacia una pared
en blanco y reflexionar solo me hacía sentir rabia y humillación, odio contra
los que, abusando de su poder, me ignoraban, me invisibilizaban y me enviaban sola,
a un espacio en donde no podía compartir con nadie, dizque a pensar. Perezosos
ellos que en lugar de dialogar conmigo sobre mis curiosidades científicas,
preferían el camino fácil de tirarme a un lado.
No fue muy productivo el asunto, en realidad
no aprendí nada.
Luego se pasó a los ya clásicos: coscorrón,
pellizco o palmada. El pellizco, lo recuerdo muy bien, era bastante recurrente
en esos momentos de visitas o almuerzos familiares donde uno empezaba a hablar
cosas que, según mi querida madre, “no le incumben a nadie mas.” El inconveniente
era que cuando yo sentía ese retorcijón en la piel y mi mamá me mandaba a callar, de
mala gana obedecía, pero luego, en cualquier descuido, volvía a hablar
terminando de embarrarla, con las frase irremediable que conllevaba ese acto:
“en la casa arreglamos.”
De niña no entendía por qué a mi mamá le daba
por pellizcarme, empecé a tenerle cierto temor a la casa de mi abuela donde era
más repetitivo este castigo. Un día, siendo ya un poco mayor, decidí hacer la gran
pregunta: “Mamá, ¿por qué me pellizcas?” Mi madre, que estaba en la cocina, me
miró amenazándome con un cucharón de palo: “Pues porque usted no hace sino
contar las cosas de la casa y eso no se cuenta.” Siguiendo la amena
conversación mientras buscaba refugio de cualquier lanzamiento de cucharón de última
hora, le dije: “Pero nunca me dijiste eso, si me lo hubieras dicho yo no habría
contado nada y no me habrías pellizcado.” Mi madre cariñosamente entrecerró los
ojos y me señaló con su cuchara de palo chorreante de sopa: “Lo dije mil veces,
siempre te digo que te calles.” Tomando
posición de alerta conteste: “Pero yo me callaba un rato, pensaba que eso era
suficiente y por eso después volvía a hablar.”
Después de la conversación, mi padre compró un
juego compacto de cucharas de aluminio que eran poco arrojadizas.
Así que ese fue el primer gran descubrimiento:
los castigos de mi mamá no funcionaban porque no me los explicaba, no me decía
qué había hecho mal, qué se esperaba de mí o por qué estaba recibiendo un
coscorrón. Simplemente realizaba la acción dando por sentado que yo pertenecía
al mismo grupo humano que ella y que esto era suficiente para entender el
complejo juego de acción y reacción de la sociedad, pero para desgracia de los
secretos paternales y divertimiento de la tía chismosa de la familia, desde mi
punto de vista las cosas no eran tan simples.
Como niña, no entendía muchos códigos y
convenciones sociales, por lo que no podía responder adecuadamente, no sabía que
la orden “callarse” no era dejar de hablar sino no contar los asuntos
familiares. No entendía, al igual que la mayoría de niños, si me decían:
“hágalo a ver qué le pasa,” pues lo hacía porque tenía curiosidad de saber qué sucedía.
Como la mayoría de veces lo que pasaba era que me castigaban, después de
varias ocasiones temía hacer esa acción, como un ratón de laboratorio que ha aprendido
que comida implica corrientazos eléctricos, pero para llegar a la sobrecogedora
verdad tenía que pasar varias veces por el castigo, lo que no era muy agradable.
Frases como “mire a ver,” “coma callado,” “le
volteo el mascadero” y otras menos educativas, realmente carecían de sentido
para mí. “¿Cómo voy a comer con la boca cerrada?,” me preguntaba en la mesa
mientras hacia el mejor intento. “¿Qué es el mascadero?,” pregunté una vez en
clase de biología, lo cual, nuevamente, no me valió una mención de honor sino
una citación de padres.
La metáfora, la ironía, el símil y otras
figuras literarias, no son fáciles de comprender para los niños, son expresiones
del idioma que obtienen sentido de acuerdo a su uso social y no al convencional.
Los niños apenas están entrando en el desarrollo del lenguaje, pues hasta los 5
o 6 años están alfabetizándose: aprendiendo palabras y usos gramaticales correctos. Darle
órdenes a un niño de manera irónica, hablar con doble sentido y cosas por el
estilo, no tienen el feliz resultado que los padres esperan sino que confunden
al niño y lo dejan insatisfecho y alejado. Para mí fue un alivio cuando mi
mamá, gracias al nuevo juego de cucharonas y la intervención de mi abuelita,
dejó de usar frases tan enigmáticas y empezó simplemente a decir: “no haga
eso,” “bájese de ahí,” “deje eso quieto,” cada cual con sus respectivas
explicaciones.
Luego que aprendí a callar los secretos
familiares, vino la época que yo cariñosamente he bautizado: “Lanzamiento de la
piedra de la panela,” o “metodología de caza con cable de plancha.”
Esto necesita algo de contexto: en las casas
colombianas es costumbre tener una piedra de rio (un tipo de piedra redondeada
y sin filosidades) de buen tamaño, con ella se parte la panela (un bloque
sólido de melaza de caña de azúcar, muy usado en la cocina colombiana), se
ablanda la carne, se muele la pimienta y otras tareas similares (para mayor información véase patrimonioinmaterialbogotano.blogspot.com/2008/12/memoria-familiar-la-piedra-para-partir.html).
Cuando rondaba yo los 10 años era lo que los sicólogos
de vieja guardia han denominado: una chica rebelde. Le contestaba de mala
manera a mis padres, no obedecía sus
mandatos, no hacia los deberes de la casa ni del colegio, era un desastre. Mi madre,
como siempre muy preocupada por mí,
había pasado de los pellizcos a las palmadas y luego a los cinturonazos, pero
la verdad era poco me importaba. Un par de golpes dolían unas horas y
aun así no tenia que hacer tarea, prefería aguantarme un poco de dolor a cumplir.
Ante mi altanería, mi madre empezó a perder el
autocontrol y lanzarme cuanta cosa encontraba a mano: un pocillo, un vaso, libros,
pero en especial la piedra de la panela. Tardé muy poco en tener la destreza
suficiente para esquivar los objetos lanzados y ver a mi madre histérica solo
hacia que mi irrespeto aumentara. Ahora creo que es importante que los padres mantengan
el control en todo momento, que no pierdan la compostura y que frente a sus
hijos muestren paciencia. Un castigo impuesto con histeria no tiene ningún
efecto, porque parece resultado del estado de ánimo del que castiga, no de la
acción realizada. Es como cuando el jefe llega enojado y alguien pierde el
trabajo ese día, uno no piensa es que era mal trabajador sino que el jefe se
desquitó.
El mismo efecto.
Mi madre, desesperada, cambió la piedra de la
panela por el cable de la plancha. Hubo magnificas temporadas de caza donde
ella corría detrás mio por la casa esperando alcanzarme para “darme mi
merecido,” yo me divertía y hacia ejercicio, a excepción del par de veces que
logró alcanzarme. Igual, el castigo no funcionaba y doy gracias a Dios que mi
mamá nuca supo que se podía comprar cable por metros en la ferretería.
Recuerdo una mañana que ella estaba sirviendo
el desayuno y yo le contesté de manera grosera; me persiguió con el palo de la
escoba para pegarme, notando que no tenía mucho espacio para huir salí fuera de
la casa, para sorpresa mía ella también salió a perseguirme, yo
corrí adelante, rodeé toda la manzana y llegué primero a la puerta, entré sin
dudarlo y en medio de mi desespero cerré detrás mio dejando a mi querida madre
por fuera. Ella gritó, amenazó, vociferó hasta que todos los vecinos se
enteraron de lo que sucedía y a mí no se me movió ni un pelo, solo hasta que mi
padre apareció, llaves en mano, fue que empecé a tener conciencia de mis
acciones.
Hasta ese día, la verdad no me importaba lo
que hacía ni las decisiones de mis padres sobre mí, si me golpeaban o me
castigaban impidiéndome salir, ver televisión, hablar por teléfono, reunirme
con mis amigas, cualquier cosa, simplemente me quedaba echada en la cama
mirando para el techo imaginando cosas. De esta manera, cualquier castigo era
prácticamente inservible porque realmente las reprimendas no significaban nada,
los golpes o las prohibiciones me molestaban en el momento en que las recibía,
pero después perdían cualquier efecto. Sentía una apatía completa por el mundo
y no me importaba nada.
Pero ese día vi a mi padre abrir la puerta y
a mi madre entrar, estaba llorando, despeinada en su bata y con pantuflas, una
vecina le había prestado el teléfono y le había brindado un te mientras
esperaba, mi padre tuvo que pedir permiso en el trabajo. Una vez adentro pensé
que mi mamá iba a golpearme o a regañarme, pero en lugar de eso se encerraron
ellos dos en su habitación ignorándome por completo. Mi madre lloraba y lloraba
y decía que se encontraba muy mal, yo en la sala escuchaba y empecé a sentir
una opresión encima. Ella decía: “Yo solo hago las cosas por esta casa, limpio,
organizo, todo con tal de que ellas estén bien.” Y lloraba, gemía mientras mi
padre la consolaba.
Recuerdo que miré alrededor, mi casa estaba
reluciente y una porción del desayuno que mi mamá me había preparado aun brillaba
sobre la mesa, me sentí desagradecida. Yo nunca ordenaba, ni cocinaba, ni
lavaba, ni planchaba ni absolutamente nada. Mi padre decía que mi única responsabilidad
era mi estudio y yo respondía bastante bien, mis calificaciones eran las
mejores, por lo que yo no sentía que debía cambiar en algo. Pero ese día
entendí que mi madre se había esforzado tanto por mí que me había anulado y
alejado de la vida familiar, de cierta manera no estaba involucrada con el
hogar, tal vez si me hubiera puesto a lavar mis medias, o a ayudar de vez en
cuando con los platos, si hubiera sabido al menos con qué se limpiaba el polvo,
no hubiera sido tan altanera.
Gran parte de mi apatía se debía a que no sentía
pertenencia a nada, ni a mi propia familia, quería y admiraba a mi padre porque
trabajaba para nosotras, pero por mi madre no sentía eso, la veía como una
desocupada que se aprovechaba del dinero de mi padre, una inútil que no hacia
nada sino quedarse todo el día en la casa, ella no había estudiado así que la
menospreciaba y pensaba que no podía aportarme nada.
No valoraba su trabajo y esfuerzo, en gran
parte por eso era tan altanera. No había aprendido a valorar los roles que mis
padres desempeñaban, ni a diferenciarlos, mucho menos los entendía, y eso se
reflejaba en mi carácter: no me gustaba trabajar en grupo, no era líder, creía
que yo sola podía hacerlo todo por mi cuenta. No valoraba los aportes externos,
el sentimiento de autosuficiencia desmedido me había hecho egoísta y
prepotente, tantas medallas y diplomas en el colegio me hacían sentirme más que
los demás y mis padres nunca me habían detenido en ese tren súper veloz que es
el ego.
Ese día por fin me di cuenta que yo, la
muchacha que era sobresaliente en el colegio, que hacía mis deberes sola, que
ya sabía moverme por la ciudad, que no necesitaba a nadie para ser persona, no
comprendía cómo se prendía la maquina lavadora ni sabia lavar mis medias.
Por tradición, mi familia siempre viajaba a tierra caliente
en época de semana santa, pero ese año no se pudo porque mi padre tuvo que
trabajar el viernes santo (día festivo en Colombia) para compensar el tiempo
que tuvo que tomarse en ir hasta la casa y ayudar a mi mamá. Nadie me dijo
nada, no me acusaron, pero en el fondo yo era consiente de que era mi culpa,
pude sentir las consecuencias de mis actos y tomé conciencia de que mis
acciones afectaban a otros y a mi misma. Había desarrollado empatía, la
habilidad para ponerme en los zapatos de los demás y sentir lo que ellos
sienten.
Las personas creen que por instinto los seres
humanos tenemos empatía, esto no es cierto. Los niños carecen de empatía (no
por completo) por eso son capaces de ser muy crueles, de hecho, la infancia es
la mejor época para fomentar su proceso. Gran parte de los desordenes mentales
modernos proviene de su ausencia o poco desarrollo, al igual que la rebeldía en
la adolescencia. La responsabilidad está relacionada con la empatía, para
sentir que debes cumplir, debes tener la capacidad de comprender por qué la tarea
que llevas a cabo es importante, no solo para ti, sino para todos.
Como en un trabajo, si tú no cumples con
tu parte, sabes que eso afectará a otros. Por ejemplo, si en contabilidad no hacen
la nómina, los de pagaduría no pueden girar los cheques a los empleados, y sin
paga estos no van a trabajar, y si no trabajan la empresa quebrará. Tú lo haces
porque entiendes las consecuencias de tu ineficacia laboral, pero para
entenderlas debes ser capaz de crear empatía con otros.
La actitud “no me importa” está basada en la
carencia empática, no importa nada porque realmente no se siente nada, cuando
me castigaban yo no era capaz de crear empatía con el dolor de mis padres por
lo que en mi mente y mis sentimientos no había ninguna consecuencia.
Desarrollar empatía fue fundamental en el mejoramiento de la relación con mis
padres y lo hice precisamente con su ayuda y la de mis maestros, pues es muy
difícil hacerlo por sí solo.
Mi padre, como siempre tan ecuánime, después
de varios espectáculos de cacería con cable de plancha, decidió pagar un
psiquiatra. En principio era para mí, pero en esos vericuetos de la vida
terminamos en terapia mi madre y yo, en conjunto, sentadas en el gran sillón
hablando de cómo le teníamos miedo al armario de la ropa. La señora que nos
atendió, muy amable ella, nos dio un par de consejos para relacionarnos y le
mandó a mi mamá a leer sobre “padres contemporáneos.” Aquí se inicia la etapa
posmoderna en mi casa.
Un día llegué tarde a mi casa y mi madre me
esperaba sentada en su sillón, tan tranquila que pensé que estaba en las
drogas. Me llamó con voz calmada y suave: “ven hija mía a mi lado.” Me senté con
cierto temor, siempre se puede esconder un bastón eléctrico debajo de un cojín;
con cara de sorpresa pregunté: “¿Qué sucede madre?” Ella suspiró y lentamente,
midiendo cada palabra, me contestó: “Creo que hemos roto nuestros puentes de
comunicación, así que debemos reconstruirlos.” Yo no supe qué responder, había estado por
fuera de mi casa hasta las diez de la noche, sin permiso, y mi mamá me decía
algo muy inusual; solo hice un gesto de sorpresa. “Hija —continuó ella— puedes
confiar en que yo soy una gran amiga para ti.” La abducción se me hizo la
teoría mas lógica de en dónde podría estar mi verdadera madre. “Es que debemos
ser un complemento, hija.” Levanté una
ceja y me dispuse a huir de aquel ser que usaba sin ningún escrúpulo la piel de
mi querida mamá. Ella me miró cansada, suspiró y mandó la mano hacia un cojín,
me levanté como un resorte confirmando mis terribles sospechas, pero en lugar de
sacar un mini láser o alguna otra arma relacionada con OVNIs, lo que me mostró
fue un libro: Sicología sencilla para padres conflictuados, se llamaba.
“Bueno, aquí dice que eso es lo que está ocurriendo.” Ambas nos miramos, yo
debía tener cara de terror y ella se río, su risa se me contagió y nos
sentamos juntas a reír un buen rato.
Después de esa risa en un momento la miré y
la abracé, porque la quería y apreciaba el esfuerzo que hacía por mí. “¿Dónde
estabas?,” me preguntó después con tranquilidad. “En la biblioteca.” Ella me
miró con ese gesto muy poco maternal. “¡Ja! En mis tiempos inventábamos mejores
excusas.” Esa afirmación me dolió porque mi respuesta era verdadera, para
demostrarlo saqué de la maleta un par de libros y se los puse encima de la mesa
de centro, ella los cogió, los miró y los sopesó, luego hizo un gesto
de asombro y dijo: “¡Por Dios! Mi hija es una ñoña.” Entonces pudimos sentir la
gran distancia que nos había separado, gritos, regaños, castigos excesivos y la
falta de diálogo nos habían distanciado a tal punto que mi mamá no sabía a qué me
dedicaba. “Si —sonreí mientras recogía los libros—, soy muy ñoña y me la paso en
la biblioteca.”
Durante toda la noche hablamos acerca de mis
gustos, descubrí que mis padres pensaban que estaba asistiendo a fiestas y
cosas por el estilo, mientras yo estaba casi todo el tiempo en cursos de
literatura, leyendo en parques y en la biblioteca. Mientras mis padres se
preocupaban por quiénes eran los amigos que me estaban llevando a la perdición,
yo me perdía entre las páginas de Shakespeare y Neruda. Tenía yo 17 años por
esa época y mis padres pensaban que ya tenía tatuajes ocultos, cuando en verdad
ni siquiera pensaba en beber alcohol.
A partir de esa noche dejamos los libros de
autoayuda para padres en los estantes de las librerías y empezamos a hablar,
sorprendí a mis padres con mis gustos y pasatiempos e hice un esfuerzo por
compartir mi vida con ellos. Me gustan mucho los juegos de mesa, por lo que
compré un par y los fines de semana jugábamos todos, para mi sorpresa mi madre
era una audaz jugadora de cartas que además sabía muchos tipos de juegos, en
nuestros ratos libres me enseñó muchas cosas y aprendí a valorar su
conocimiento. En esos tiempos compartidos no solo yo hablaba, no estaba
sometida al cuestionario de: ¿Quién eres?, ¿qué haces?, ¿qué te gusta?, etc.,
sino que todos intercambiábamos experiencias e historias de vida. Fue muy
interesante escuchar las anécdotas de juventud de mi madre, cuando hacía
travesuras de niña al igual que yo, cómo había estudiado mi padre en la
universidad, etc.
Cuando ellos hablaban de sus cosas, yo los
sentía como personas reales, no únicamente como entes de control y autoridad,
al entrar en contacto con mis “padres de carne y hueso” me sentí libre y en
confianza. Libre para ser persona de “carne y hueso” como ellos: con errores,
con dudas, temores… En esa época yo sentía que debía ser la hija perfecta y ese
peso me agobiaba, debía ser hermana mayor y cuidar a mis hermanos, ser
estudiante ejemplar, aprender a ser una buena mujer, decidir la carrera a
estudiar, proyectarme como ser social y otros roles que me abrumaban. Pero no
tenía nadie a quien consultar ni una guía, me daba miedo que mis padres notaran
que no era tan perfecta como ellos pensaban. Así que descubrir que todo
eso era normal fue un alivio y una gran ayuda para encaminarme.
Sentí confianza porque noté el apoyo del que
gozaba, y gracias al dialogo y a compartir con mi familia, ellos pudieron aprender
quien era yo y así entenderme. Más allá de todo lo que viví junto a mis padres
hubo algo que siempre, a pesar de los contratiempos, me enseñó: el ejemplo. Tuve
la fortuna de contar con unos padres honrados y trabajadores que me enseñaron
la importancia de la sinceridad, el buen trato, los buenos modales, el respeto, me enseñaron a compartir… me enseñaron a ser
buena persona tal como ellos lo son. Por eso, si sus hijos parecen sordos a sus
palabras, no se preocupen tanto por ellas como por sus actos, pues como se dice
popularmente: “la palabra convence, pero el ejemplo arrastra.”
Después de contratiempos y vaivenes, la
relación paterno filial se estabilizó en un buen ambiente. Ahora de mayor, creo
que los castigos realmente no ayudaron mucho, fueron mejores las palabras y los
premios. Estos últimos son muy interesantes y pedagógicamente más efectivos,
pero esto es una experiencia para contar en un nuevo artículo, porque es otra
historia: la mía como madre.
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