PECADOS DEL PASADO

RELATOS DE UN CREYENTE

Pecados del pasado

Ayer mis pies se derretían sobre la arena caliente y por instinto mis pasos me condujeron a la mezquita en busca de refugio, allí habían muchos musulmanes, sentados escuchándose unos a otros y aprendiendo de la mejor manera.
Escogí su círculo a propósito, siempre me ha parecido un personaje recio y fuerte, dicen que es uno de los sobresalientes guerreros en el campo de batalla y uno de los hombres más cercanos al Profeta. Quería aprender de él, de uno de los mejores.
Me senté sobre mis tobillos en silencio, dispuesto a escucharlo pues ya había empezado su relato: “En la época de la ignorancia yo seguía las costumbres de mis padres, tal como me habían inculcado, tal como hacían otros. En mi corazón rechazaba muchas cosas pero no encontraba la fortaleza para oponerme a la tradición.”
Él agachó la cabeza, clavando la mirada en el suelo de tierra de la mezquita, avergonzado de sus palabras: “Una de esas cosas todavía me persigue como la sombra de shaitan, mi esposa quedó en embarazo y cuando parió cayó sobre mí la cruel noticia: había nacido una niña.”
Calló sopesando el nudo de lágrimas que se formaba en algún lugar de su alma, un silencio denso se deslizó entre nosotros, todos sabíamos lo que eso significaba antes de que descendiera la revelación.
Desde la fuente de su legendaria fortaleza siguió hablando: “Sabía lo que tenía que hacer, esperé la fría noche y arrope a la bebé pues afuera el viento auguraba una tormenta de arena,” las lágrimas encontraron una vía de escape y corrieron libres por sus mejillas, “la llevé lejos y excavé en la arena, con el viento muchos de los granos cayeron sobre mi barba ensuciándola, entonces ella, Alabado sea el Creador, extendió sus manitas y me sacudió.”
Las lágrimas formaron un oasis de arrepentimiento: “En ese instante pensé que era tan pequeña, tan indefensa, y aun así, a pesar de lo que estaba a punto de hacerle, me cuidaba.” Mis ojos se inundaron al igual que los de muchos otros, tuve miedo de que el agua salada se desbordara de nuestros rostros e inundara la mezquita.
Él se pasó la manga por los ojos y las mejillas mientras seguía mirando al piso: “Entonces la tomé y la dejé con sumo cuidado en el hueco que había hecho para ella. El viento rugía desesperado por correr en medio de las dunas, empecé a cubrirla con rapidez, no porque temiera la tormenta que galopaba a lo lejos, sino porque no quería ver más su inocente rostro.”
Sordos sollozos brotaron como palmeras en el oasis de remordimiento, de sus hojas colgaban dolorosas culpas carmesís.  En silencio levanté mis manos para orar a Dios y pedirle misericordia para todos nosotros. “Terminé tan rápido como pude, todavía escuchando sus sollozos le di la espalda y corrí tan veloz y furioso como la tormenta. Ese día una parte de mí se quedó con ella.”
Él lloró tanto que su barba se entrapó y no pudo seguir hablando, la mayoría de los escuchas se dispersó  con los nudos de sus recuerdos desenredándose en la savia del arrepentimiento sincero hacia Dios. En medio de los que quedamos el oasis floreció, alimentándose de nuestras evocaciones.
Agradecí al Creador por regalarme el Islam aun siendo tan joven y por la infinita misericordia que nos muestra cada día, también le pedí paz para el hombre del que se decía era tan fuerte y creyente que cuando caminaba el shaitan se cambiaba de acera. Supliqué paz para Omar ibn al Jatab.

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