DEL AGUA Y OTROS AVATARES



Por: Sherezade

Para William,
quien con sus mulas ha recorrido más montañas
de las que yo puedo recordar con mis cuentos.


Mi abuelita solo me calentaba agua para bañarme los sábados, “eso vuelve a la gente floja”, decía ella llena de sabiduría, y esa sabiduría hacia que me tocara bañarme con agua fría entre semana. Así que sin más preparación, en mi tierna infancia hube de enfrentarme a un tubo de manguera que sobresalía de la pared amenazándome con su chorro de agua helada.
Eso crea profundos traumas en las mentes de los infantes, y es que para los no enterados, he de notificarles que mi pueblo, enclavado en la mitad de los andes colombianos, tiene por sombrero un páramo y vigila un desfiladero repleto de nubes escapadas de los Himalaya.
Aquí entre nos, y a manera de confesión, les cuento que no me bañaba, era tal mi pavor al agua fría que me mojaba las piernas y los brazos para que mis abuelos creyeran el truco y salía disparada a vestirme. Prefería esperar el sábado que mi abuelita siempre me consentía calentándome agua para el baño y podía echarme platonados de agua tibia.
Y para que sepan que no era crueldad de mis queridos abuelos sino pura crianza a la vieja usanza, a William, mi vecino, lo bañaban a manguera en el patio; creo que la mamá pensaba: “ Veee, por allá por aquel monte asoma un rayito de sol, está haciendo buen tiempo para bañar al guámbito”, y así llevaba  al pobre William al patio, donde, en calzoncillos y camiseta tipo esqueleto, le echaba un chorro de agua helado con una manguera, le pasaba el jabón para enjabonarse y luego otro chorro para desenjabonarlo; el pobre salía corriendo con la toalla, azul del frio. Yo reflexionaba: “He aquí la sabiduría de la vida, que siempre hay un pobre más fregado que uno.”
Cuando llegué a la ciudad, poco después de instalarnos en la casa con mis padres, mi madre compró uno de los artefactos más maravillosos y dignos de la tecnología humana: una ducha de agua caliente.
No era una cosa muy sofisticada, sino una que se conecta a la luz y por resistencia calienta el agua. La primera vez el baño me lo ganó mi hermana, nadie puede competir con su encanto, así que esperé todo el tiempo afuera sentada sobre el cemento frio, escuchando el agua caer e imaginando los secretos placeres del agua caliente.
Cuando salió, un vapor cubrió mi rostro, enseguida tomé mi toalla y me adentré en los misterios de los placeres desconocidos, el vaho había llenado todo el baño con un ambiente tibio y húmedo reconfortante al cuerpo y al alma. Recuerdo cómo abrí la llave casi con miedo a que no funcionara, el primer chorro fue frio, pero la temperatura fue subiendo como en una oleada divina hasta alcanzar el punto perfecto para mí, me metí debajo de ese chorro, disfrutando de un placer que nunca había sentido antes y dándole gracias a Dios por permitírmelo, sintiendo las perlas de agua estancarse sobre mi piel como la firma de Dios en la creación, aspirando el vaho caliente como si un aliento de vida emanara de él.
No tuvimos agua caliente mucho tiempo, se quemó por mis largas jornadas de baño. En diferentes épocas de mi vida pude disfrutar del agua caliente bajo la ducha, en otras hube de conformarme con agua helada de la regadera.
Ya grandecita visité a una tía en la finca. El segundo día de mi estancia ella muy amable, me dijo: “le voy a calentar agüita pa´ que se bañe”. Pensé: “Por fin, un alma caritativa en mi familia”, y con asombro vi cómo mi tía hermosa cargaba una palangana de agua, la ponía en mitad del patio, estratégicamente ubicada debajo del rayito de sol que había logrado colarse entre las nubes acostumbradas a monjes budistas, y espantaba a las gallinas para que no se la tomaran.
Media hora después me pasó la palangana y me dijo: “Ahí está el agüita caliente mija” yo la recibí tratando de ocultar mi pánico y pensé: “el asunto de las subjetividades”. Desnuda, enfrentada a una palangana de agua calentada en un austero rayo de sol, en un baño que se basaba en la simple idea de dejar correr el agua montaña abajo, decidí ser valiente y echarme un baño. 
Creo que nunca he gritado tanto en mi vida.
Cuando salí, morada del frio, miré las montañas y recordé a mi vecino, sabiéndolo arriando mulas en algún camino del páramo, me vestí y mi tía me regaló un tinto hirviendo. “Tía”, le dije por tantear terreno mientras sorbía: “¿no ha probado comprar una ducha de agua caliente?”
Echó otro tronco a la estufa de leña mientras bufaba: “Puf, eso es para gente rica”. Sonreí, y pensé que las próximas vacaciones no visitaría a mi tía, ella me visitaría a mí, le daría para el pasaje, la alojaría en casa de mi madre, le enseñaría que bañarse con agua caliente no es de ricos, sino que casi, casi, es un derecho al que debería poder acceder cualquier ser humano.
Mi tía murió sin conocer una ducha de agua caliente, de improviso, sin darme el tiempo suficiente de ahorrar para llevarla a conocer mi ciudad. Viendo unos calentadores a gas, hoy la recordé: pequeñita, tan bonita, llena de arruguitas por el sol y con manchitas en las manos de quemaduras de aceite. Sin saber leer ni escribir, y solo le bastaba ver a su perro de la cocina, el chucho más feo que yo haya conocido jamás, comerse los cucarrones verdes para reírse como una destornillada.
Llevo cinco meses en Alejandría sin poder bañarme en una ducha de agua caliente, solo a platonados tibios cuando los afanes de la vida me permiten ese lujo, el resto del tiempo, con el agua fría recordándome que los grandes regalos de Dios muchas veces, como diría el principito, son invisibles a los ojos humanos.


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