La vida: mera ilusión, falacia, vapor sin valor alguno


LA VIDA: MERA ILUSIÓN, FALACIA, VAPOR SIN VALOR ALGUNO

Por: Said Abdunur Pedraza


Mi mamá me llevaba muy temprano en la mañana hasta el paradero de la ruta escolar, cuando pasamos al lado de un cadáver tirado en el prado. Estaba fresquito. Contaría yo siete u ocho años, y creo que fue mi primer contacto con la muerte. A esa edad, otras personas que conozco ya habían asistido a entierros masivos de familiares y conocidos, muertos unos a manos de otros o a manos de la guerrilla, la policía o el ejército. Otros, más jóvenes, ya tendrían entre sus cercanos, caídos a manos de paramilitares o narcos.

A diferencia de quienes han sido víctimas de la violencia en este país, que han llegado a la ciudad para no ahogarse en los ríos de sangre de sus tierras, yo me cuento entre los que hemos visto la guerra por la tele. Sólo Escobar, con sus bombas en las calles de Bogotá, nos hizo ver un poco más de cerca lo que se vive de forma cotidiana en los campos colombianos.

Yo me rodeé de otro tipo de muerte. Sobredosis de antidepresivos, raticida, lanzarse de espaldas desde un quinto piso, convulsionar con cianuro en brazos de la novia, cócteles mortíferos de drogas, semanas de alcoholización sistemática y continua, dejar la dignidad y el alma entre unas sábanas hediondas a sexo pútrido… búsquedas mortales, individuales y colectivas. Cuando uno vive en un país en el que la muerte ronda impune por campos y calles dejando estelas interminables de fosas comunes por todo el territorio, y se empeña en rodearse de la búsqueda falaz de los evasores del vivir, es que uno tiene un problema serio. Sí, enterré a varias de mis amistades. Otras más andan por ahí, respirando todavía muy a su pesar. Eso me enseñó muy pronto que nadie es dueño de su vida: no importa cuánto te esfuerces en morir, nadie se muere la víspera. Por eso abandoné todo intento de suicidio, la muerte me llegará cuando sea la hora, ni antes ni después, no importa lo que haga al respecto.

Mi contacto permanente con el egoísmo sumo y la evasión que significan el suicidio, creó en mí una barrera que me ha impedido entender qué hace que la gente se aferre a la vida. He visto que la gente siempre se aferra a algo, a alguien, para darle sentido a la vida, y siempre terminan defraudados, pues los seres humanos somos imperfectos, cometemos errores, e indefectiblemente le fallamos a quienes amamos. Entonces, la gente se va llenando de temores, dolores, heridas, rencores, frustraciones… Y sin embargo, respirar se les antoja lo más valioso que pueda existir. Yo le hallo sentido a que una persona perseguida sin motivo, expulsada de su tierra por la guerra, que ha dejado atrás los cadáveres de sus seres queridos, siga deseosa de vivir a pesar de todo: De alguna forma, vivir se le ha de convertir en una obligación, alguien debe sobrevivir a la guerra para contar la historia y recordar a los caídos. Pero en la muerte permanente de los que nunca supimos qué es trabajar la tierra, que sólo conocemos la ignominia de la explotación capitalista (no importa qué tan jugoso sea el sueldo, sigue siendo explotación), no encuentro cómo establecer empatía con quienes se aferran al acto de respirar como si vivieran una vida verdadera. Por años los acompañé en sus demenciales actos autodestructivos y formé parte de ellos, mientras los observaba y analizaba. Yo era consciente de que destruía mi ser entero, y sencillamente no me importaba. Ellos, en cambio, tenían un afán de “vivir,” y parecían creer sinceramente que todo ese vicio, toda esa esclavitud, toda esa estupidez, eran “vida.” Nunca logré comprenderlos, mucho menos encajar y ser como ellos. Extranjero en tierras extrañas, me moví en muchos círculos distintos, conocí personas de toda suerte de religiones e ideologías, de diversas culturas y creencias, con visiones del mundo y de la vida muy distintas, pero todos y todas, sin remedio, terminaban exactamente igual. El vehículo variaba: drogas, alcohol, sexo, violencia, tabaco, estafa, traición, trabajo… Lo que fuera, con tal de evadir la vida, mientras se decían estar “viviendo” al máximo. “¡Esto sí es vida!,” era la frase que yo más escuchaba en boca de cualquier persona, independientemente de su sexo, etnia, nacionalidad, condición socioeconómica o nivel de escolaridad, cuando estaba en medio de sus procesos de autodestrucción. Muy rara vez conocí a personas que por su tradición cultural o su convicción filosófica, parecían romper ese molde por completo. En su mayor parte, sencillamente tenían formas más sofisticadas y menos autodestructivas de evasión, que los hacían ver como “espirituales.” Generalmente de estratos socioeconómicos altos, estos “espirituales” llevan una vida “sana” al estilo moderno, que deslumbra a muchos, excepto a los que tienen que luchar con uñas y dientes a diario para sobrevivir. Salen a abrazar árboles y creen que con una sonrisa van a cambiar al mundo. Pero el interior de sus hogares no es tan “verde” como pretenden mostrar a los demás.

Como puede verse, no soy alguien que tenga fe en la humanidad. Quizás sea en buena parte por mi afición a la historia. En efecto, los libros de historia difícilmente hablan de las comunidades que vivieron en paz por siglos y siglos. Esos grandes períodos de paz son apenas nombrados con una línea: “Entre el año (o el siglo) tales y el año (o el siglo) tales, el imperio (o la comunidad o la etnia) tales tuvo un período de paz.” Lo demás, es el registro de las guerras. Leer historia le da a uno la falsa impresión de que los seres humanos hemos estado matándonos unos a otros sin tregua desde el principio de los tiempos, y no hemos conocido otra forma de vida que esa. Cosa, por supuesto, totalmente falsa.

Pero quizás mi falta de fe en la humanidad esté simplemente en el hecho de que somos falibles, imperfectos. No importa qué tan buena, recta y ética sea una persona, siempre será susceptible de torcerse. Una catástrofe, un tesoro, una ilusión, un enamoramiento, pueden transformar por completo a un ser humano. Sólo falta oprimir el botón correcto para desatar la corrupción, la sed de venganza, el ansia de poder, el egoísmo, la ira, los celos, o cualquier otra emoción que lleve a una persona a cometer una estupidez momentánea que habrá de lamentar el resto de sus días, o a convertirse en un ser despreciable. Y no es sólo eso. Incluso aquellos que logran mantenerse rectos, pueden fallarte cuando más los necesitas, y no en una sino en muchas formas variadas y coloridas.

Dicen que la solución de todo está en el amor. Pero, ¿qué es el amor? Por milenios los poetas han cantado al amor en millones de formas y jamás ha habido acuerdo sobre qué es. En el último siglo los psicólogos han intentado lograr lo que los poetas no, y han fracasado en el intento. Los libros sobre “cómo amar,” “vivir y amar en libertad,” “consejos para el amor,” y similares, se han vendido como pan caliente en los últimos 50 años, sin embargo, la gente está cada vez más sola y vacía. Los neurocientíficos se han contentado con definir al amor en términos de impulsos eléctricos y dosis de hormonas, ¿y eso qué utilidad tiene para el desarrollo de la raza humana? ¿Acaso pensar en el amor como una serie de procesos químicos y eléctricos nos va a ayudar a encontrar la forma de vivir en paz y armonía? ¿O será que los millones de muertos dejados por los defensores del amor han servido para que el mundo sea hoy mejor que en tiempos de las cruzadas o de la conquista de América? Lo único cierto es que no puede construirse una sociedad sin normas, y eso a punta de sólo amor es imposible. Ni siquiera una familia puede construirse sólo con amor. Como reza un dicho popular: “Cuando el hambre entra por la puerta a un hogar, el amor salta por la ventana.” El amor debe acompañarse de justicia y de muchas otras cosas más para que la vida en comunidad sea posible.

No soy el primero, ni el único, ni seré el último, en decir que todo en esta vida es una mera ilusión. Pedro Calderón de la Barca lo expresó así en el siglo XVII: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción”. Y Lewis Carroll en el siglo XIX: “¿Qué es la vida sino un sueño?“ Místicos, budistas e hindúes lo han proclamado por siglos. Pensadores y filósofos Judíos y Cristianos han estado de acuerdo con ello. Los profetas lo han dicho una y otra vez. Platón aseguraba que el hombre vive en un mundo de tinieblas, como cautivo en una cueva. Y en efecto, no ha germinado en mí otra forma de ver esta vida: es una prisión en la que nos encontramos contra nuestra voluntad. Sí: contra nuestra voluntad, porque no podemos irnos de aquí cuando queramos, ni siquiera vinimos cuando y porque queríamos. ¿Alguien me preguntó si quería venir a este mundo, como muchos creen? ¡JA! Ni loco habría aceptado una propuesta tan absurda. Escupirle en la cara a quien me propusiera nacer, habría sido mi respuesta más calmada. ¿Reencarnaré después de morir, como otros muchos creen? Si la reencarnación existiera, quisiera tener en frente al maldito que lo devuelve a uno a esta podredumbre para rayarle la cara y cortarlo en trocitos, muuuuuy lentamente. Venir de nuevo a esta prisión, a enfrentar de nuevo el dolor, la traición y la frustración, a trabajar como mula bajo el yugo de unos pocos miserables a quienes ni siquiera tendré la oportunidad de golpear en el rostro, a ser testigo nuevamente de la estupidez y de la matanza, a escuchar testimonios de niños abusados, mujeres violadas, familias desplazadas de su tierra sin razón alguna, personas amenazadas de muerte por denunciar la maldad, gente mutilada o despojada por mera incompetencia o negligencia de otros, o quizás ya no para ser testigo sino víctima de todo ello, pues en esta vida me ha ido bastante bien, pero en una futura no hay garantías de nada, ¿y todo para qué? ¿Para aprender? ¿Aprender qué, si igual ni recuerdo qué aprendí en vidas pasadas? ¿Aprender para qué, si lo que conocí en esta vida no me va a ser útil en la próxima? ¿Aprender que este mundo es pasajero y que todo en él es ilusión, que no existe nada en este universo por lo que valga realmente la pena vivir o morir? No necesito diez vidas, ni dos, ni siquiera una vida completa para aprender eso: ya lo había entendido poco después de llegar a la adolescencia, ya me puedo ir entonces, gracias.

Y no me digan que lo que hay que aprender es todo lo contrario, porque eso sería una estupidez. Los personajes más grandes de la historia, los mayores líderes espirituales, las únicas personas que uno podría concebir como verdaderos modelos a seguir, han enseñado que esta vida es mera ilusión. Y sólo hay que ser un poquitico observador para darse cuenta que el ser humano no es más que una frágil polilla, atrapada en una cueva oscura, estrellándose una y otra vez contra las paredes de la cueva en medio de las tinieblas. Así lo planteó Michel de Montaigne en el siglo XVI: “El hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondeante.” Si estuviéramos en un ciclo de reencarnaciones, a estas alturas al menos la mitad de la humanidad ya estaría en un nivel espiritual tan elevado, que la otra mitad viviría aprendiendo aceleradamente de su ejemplo. ¡Si es que las primeras almas estarían rondando por acá desde hace más de 100.000 años! Pero como dijo el guerrero chino del siglo III a.C. Tieng Hung:

“El rocío sobre la liliácea ha desaparecido poco después del amanecer. El rocío se evaporó esta mañana, volverá de nuevo con el alba. El hombre muere y por siempre se acaba, ¿acaso alguien ha regresado alguna vez del más allá?”

Humanos. Somos capaces de grandes creaciones, de transformar nuestro entorno para mejorarlo, de amar y construir, y también de las más abyectas atrocidades, de matanzas sin sentido, de crímenes innombrables. No somos lo uno ni lo otro, somos ambas cosas. Cada uno de nosotros en su interior lleva un artista y un asesino, un defensor y un opresor, un sabio y un imbécil, un santo y un criminal, un ser dulce y otro despiadado. Y dependiendo del contexto, la historia, la vida misma, a veces se nos sale lo uno, a veces lo otro, a veces en individual, a veces en colectivo. ¿Cómo confiar plenamente en una criatura así? Quienes hoy te sirven de apoyo, mañana te entregarán a tus enemigos, o te enterrarán vivo, o simplemente te abandonarán y seguirán otro camino. Y así debe ser, no debería sorprendernos en lo absoluto, ni deberíamos esperar nada distinto.

La vida por sí misma no tiene sentido. La mayoría de las personas pasan sus vidas tratando de darles sentido, aferrándose a esto o aquello, y cuando lo que le da sentido a sus vidas se desmorona viene la autodestrucción. ¡Y cuán creativos y diversos somos para autodestruirnos!

Podemos llenarnos de motivos para vivir: luchar por la patria, por un ideal, por la familia, por conseguir un sueño, por dinero y poder, por reconocimiento y fama, por la conservación del agua, por los derechos humanos, por el retorno de los despojados a sus tierras, por el futuro de los hijos, por establecer la pederastia como una opción sexual  legítima… Muchos de los cruzados creían sinceramente que luchaban para ganarse el cielo, y con esa convicción llevaron a cabo algunas de las más grandes matanzas de la historia contra los árabes, pero sólo eran títeres de intereses económicos y políticos. Muchos gringos fueron a Irak convencidos de que defendían la libertad, y llevaron a cabo algunos de los peores crímenes de guerra de las últimas décadas, pero sólo eran marionetas al servicio de las multinacionales del petróleo. Muchos padres han dado lo mejor a sus hijos, quienes se han convertido en drogadictos, pandilleros, ladrones de cuello blanco o déspotas tiranos. ¿Vale la pena el esfuerzo? Habría sido interesante conocer la opinión de la madre de Hitler, pero murió cuando él apenas tenía 18 años.

Si uno sopesa los pros y los contras de cada paso que da, y a cada acción le antepone las preguntas “¿esto es lo correcto?, ¿podría hacerlo mejor?, ¿vale la pena?, ¿qué garantías tengo?”, la vida se hace terriblemente pesada. Y a la hora de los balances, siempre hay números rojos, a pesar de lo cuidadoso que uno sea. ¿Cuántas veces no escucha uno a la gente lamentarse porque “dio lo mejor” y el resultado fue, si no catastrófico, decepcionante? La vida puede tener muchas alegrías, pero al final, si alguien quiere sentirse satisfecho, tiene que hacer muchas concesiones consigo mismo y con el mundo.

Y eso es lo que hacemos. Al pasar los años, nos hacemos menos exigentes con nosotros y con los demás, para no sentirnos tan agobiados. Siempre terminamos huyendo, de una forma o de otra. De nuevo, recurro a Montaigne: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco.”

Yo jamás supe qué buscaba, ni siquiera estaba seguro de buscar algo. Pero supe que lo había encontrado cuando leí:

“¿Acaso no es odiosa la vida de este mundo? Odioso lo que hay en ella, excepto el recuerdo de Dios y lo que se aproxime a ello. Y también el sabio que enseña y el alumno que aprende.”


“Sé en esta vida como si fueras un extranjero o como si estuvieras de paso.”
“Este mundo es una prisión para el creyente y un Paraíso para el no creyente.”

“Sé austero en esta vida y Dios te amará, y prescinde de lo que los hombres poseen y ellos te amarán.”

Esas frases las había pronunciado el mismo hombre que había dicho “la fe surge del conocimiento,” que aun siendo jefe de estado dormía en el suelo sobre una estera de piel curtida rellena de fibra de palmera, que teniendo la supremacía militar conquistó una ciudad sin derramamiento de sangre y respetó la vida, honra y bienes de sus habitantes (a pesar que ellos lo habían perseguido y habían intentado matarlo, y habían torturado a sus seguidores), y que logró unir a un grupúsculo de tribus bárbaras para convertirlas en un estado civilizado, que se convertiría en uno de los mayores imperios que ha visto la humanidad, apenas 70 años después de su muerte. Tal hombre llamó de inmediato mi atención, y si la historia de su vida me impactó, su mensaje cambió el curso de la mía.

Con el tiempo he llegado a preguntarme si es cierto aquello de lo que algunos viejos conocidos me han acusado: Que me he cerrado a la banda, que creí encontrar el único camino y me negué la posibilidad de contemplar otros, que me convertí en un radical. Miro atrás y analizo mi vida anterior. Siempre supe que vivía porque tratar de matarme era inútil, no porque la vida me fuera muy preciada. La mayor parte del tiempo la pasaba en depresiones profundas. Nada me motivaba. Trataba de aferrarme a la literatura, pero nunca estuve completamente seguro de para qué. En últimas, sólo era un mecanismo de evasión más sofisticado que los de la mayoría. Pero igual, caí en los de los demás. Igual mi vida terminó siendo tan esclava de los vicios y la estupidez como la de cualquier otro. Ni siquiera buscaba una religión o una filosofía, sólo buscaba la forma de vivir con algo de dignidad, sin prostituir mi alma y mi trabajo, sin destruir a otros, sin esclavizarme demasiado a las órdenes de los grandes capitales, y de ser posible, brindando algo de mí a los otros, algo que me hiciera sentir útil. Lo intenté por décadas y fracasé rotundamente.

Ahora mi perspectiva es otra. La gente siempre fallará, caerá, a veces se levantará de nuevo para volver a caer. Y entre la gente estoy yo, que he pasado más tiempo fallando y cayendo que tratando de levantarme. Pero no importa, uno acepta que así creó Dios al ser humano, y uno no hace las cosas para agradar a otros. Si la gente falla, Dios no falla, y uno actúa para agradarlo a Él. Si uno falla, la gente puede odiarlo a uno, pero Dios es capaz de perdonarlo. ¿Que este mundo es una porquería? Sí, bueno, ya lo cantaba Carlos Gardel a comienzos del siglo XX: “El mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también...” ¿Y qué? Si uno cumple con la ley de Dios, entonces uno vive de la manera correcta. No tiene que estar preguntándose si está obrando bien, o si vale la pena lo que está haciendo. Está bien porque Dios lo ha establecido así, vale la pena porque Dios lo recompensará. Y si uno vive así, sabe que está aportando un granito de arena para que el mundo sea mejor. Pero también sabe que no depende de uno que el mundo cambie, uno hace lo que tiene que hacer, y lo hace bien, lo demás está en manos del Creador.

Ahora tengo en el Corán un manual de instrucciones que históricamente ha probado su eficacia para construir vidas, comunidades y naciones sanas y justas. También tengo en la Sunna auténtica de Mujámmad (que la Paz y las Bendiciones de Dios sean con él) un ejemplo a seguir, que históricamente ha comprobado ser el mejor ejemplo de comportamiento humano. Mujámmad (ByP) vivió como todos los profetas, seguirlo a él es seguir a Abraham, Moisés, Jesús (la Paz de Dios sea con todos ellos). Es decir, se trata de imitar a los mejores hombres que han existido en todos los tiempos, y procurar vivir como ellos. Ahora tengo un norte, una guía, y un ejemplo. Una luz y un camino, ya no ando estrellándome contra las paredes de la cueva en medio de la oscuridad. No dependo de sacerdotes, santos, vírgenes, imames, iluminados, pastores, infalibles… Ni dependo de visiones, voces, sueños o iluminaciones que puedo interpretar a mi antojo o al antojo de autoridades religiosas, que pueden ser incluso fruto de desórdenes psiquiátricos o de una imaginación muy activa, no: para eso está la Palabra revelada. Tampoco dependo de mi propia ética y de preguntarme continuamente si esa ética es correcta o si obedece a mis prejuicios, vicios e intereses personales. Tengo comunicación directa con Dios; conociendo Su palabra y el ejemplo de Su mensajero (ByP), sé qué quiere Él de mí, y para qué estoy en este mundo. Sé cómo debo comportarme y cuáles son mis principales responsabilidades. En el Islam está reunido todo el conocimiento y las pautas necesarios para construirme como persona, para construir una familia, para construir una comunidad, una nación.

Este es un mundo ilusorio, en el que lo único real es Dios. Un mundo pasajero, al que vine porque Dios así lo quiso (yo no respetaría a alguien que me lo hubiera preguntado, como un soldado no respetaría a un general que le preguntara sobre la estrategia de la batalla y qué posición desearía ocupar en ella), y al que gracias a Dios no tendré que volver una vez me haya ido. Un mundo que sólo es una preparación y una prueba para la vida real, una vida en la que si Dios quiere, podré ver el Jardín y conocer al fin la libertad.

¿Y qué si apostatara y dejara de ser Musulmán? Bueno, ¿qué pueden ofrecerme a cambio? No me tentó el dinero, ni el poder, ni la fama, cuando vivía en total oscuridad. ¿Mujeres? Mis cicatrices físicas y espirituales responden a esa pregunta. Nada en este mundo me motiva, nada me llama la atención, no hay nada que yo considere que vale lo suficiente como para dejar la comodidad de mi cama y la delicia del sueño. Ni siquiera los hijos, pues lo único bueno y decente que puede uno hacer por ellos es prepararlos para que se vayan y hagan su propia vida, sin esperar que volteen a dar las gracias. Uno muere y nada se lleva, decían los abuelos, entonces ¿para qué luchar? Y si el asunto de la vida no está en lo material, ¿qué es lo espiritual? ¿Misticismo, quizás? Eso se parece demasiado a las drogas. Y las drogas nunca llamaron mi atención. Además, al menos si uno consume drogas, sabe que el efecto es inmediato, y sabe cuánto dura. Con el misticismo nunca se sabe. Hay que ir cada domingo a ver si pasa un milagro, a ver si uno siente el “toque del espíritu,” pero no hay garantías. A veces sí, a veces no… A veces es un buen viaje, a veces no tanto. Compartí con muchos de los “tocados” jornadas de autodestrucción muy fuertes. No, jamás pudieron convencerme de que el hecho de ser “tocados” cada fin de semana los hiciera diferentes a mí. Tampoco me atrajo el ascetismo, pues a fin de cuentas, no tiene sentido alguno que Dios nos hubiera dado este cuerpo sólo para que lo hiciéramos a un lado y negáramos nuestras necesidades, entre ellas la necesidad de contacto, de comunicación, de comunión con los demás.

Entonces, ¿qué pasaría si dejara de ser Musulmán? No podría volver a lo mismo de antes. Antes sabía que ahí no había nada que sirviera, pero creía que no había opción alguna. Ahora que sé que hay alternativa, no podría volver a lo mismo. Tampoco podría adherir a alguna filosofía, religión o grupo político, después de todo lo que conocí al respecto. Antes no lograron captarme, ahora mucho menos. No me haría asceta ni monje, y francamente dedicarse a amasar una fortuna o convertirse en asesino serial es demasiada energía invertida en banalidades sin sentido, y no estoy tan mal de la cabeza, por fortuna.

No, nada hay para mí fuera del Islam, excepto dejarme morir en una cama mientras miro impávido al techo durante semanas. En el Islam hay luz, conocimiento, sabiduría, personas que no necesitan decirme nada para convencerme de nada, sólo comparten conmigo y en ese compartir está todo, en esos momentos que pasamos juntos puedo sentir, ver, oler lo que es la vida: un paso que si se sabe dar, conduce a algo mucho mejor, y ellos son prueba viviente de que ese paso sí se puede dar de la forma correcta, como Dios manda. Ahora que soy Musulmán, por primera vez en mi vida no estoy rodeado de zombies: estoy rodeado de gente viva, que no está aferrada a esta vida, sino que vive bien como preparación para la vida eterna. Y aprendo cada día de ellos. Pero no dependo de ellos, dependo de Dios, me debo sólo a Él. Aun si ellos se corrompieran, ya me mostraron que sí es posible, y la guía sigue ahí, a mi alcance.

Vivir vale la pena, porque se vive para agradar a Dios a través de una vida recta, y una vida recta implica ayudar a otros sin esperar que lo agradezcan (Dios es quien reconoce las buenas obras), cuidar el medio ambiente no por ser “ecologista” sino porque Dios puso la creación para que la administremos correctamente, tratar bien a los animales, trabajar honestamente, formar una familia que adore a Dios, tener hijos a los que se les pueda enseñar a vivir de la forma correcta para que sean artífices de una sociedad justa en el futuro (y no unos tontos vacíos que se cortan las venas cada semana). Y si uno hace las cosas bien, y al final algo sale mal, uno está tranquilo, pues hizo lo que debía hacer de la forma correcta. Vivir de acuerdo a la ley divina tiene sentido, y tiene recompensas en este mundo y en la otra vida. Fuera de eso, nada tiene sentido.

Así que pueden llamarme radical. Si tienen otro camino, sean felices en él, síganlo con toda convicción, pero ni por casualidad traten de mostrármelo como una opción, ni siquiera pretendan que yo acepte que es un camino válido. Pasé demasiados años en demasiados caminos, y hoy no hay nadie que me plantee algo distinto a todo eso por lo que pasé, y que sólo cuenta en mi memoria como años tirados a la basura. Ser Musulmán no me libra del dolor, la injusticia y el mal, pero me da un norte, me hace mejor persona, y me prepara para lo que ha de venir. Me da una disciplina, una moral, un completo sistema socio-económico-político-religioso independiente del comunismo, el feudalismo, el capitalismo y cualquier otro sistema creado por el hombre (todos ellos históricamente fallidos), unos rituales (tan necesarios para la vida cotidiana), una visión del mundo, una forma de pensar, una razón de vida, unas normas básicas (fundamentales para la convivencia en familia y en comunidad), me enseña hasta la forma correcta de comer y de dormir de manera que incluso esos actos tan sencillos se conviertan en actos de adoración a Dios y me beneficien tanto en lo físico como en lo espiritual.

Si logro ser un verdadero Musulmán (es decir, una persona completamente obediente y sumisa a la ley y a la voluntad de Dios), será sólo por misericordia del Clemente, porque por mí mismo jamás habría logrado ni siquiera llegar hasta donde he llegado (y estoy muy lejos de vivir de lleno el Islam). Y si no, al menos habré logrado hacer algo que sí vale la pena: esforzarme en cumplir con lo que Dios manda. Aparte de eso, no existe nada en el universo entero que tenga valor para mí. Gracias, pero no, gracias, no voy a dejar de ser Musulmán.

“Toda alma probará la muerte, y recibiréis vuestra completa recompensa el Día de la Resurrección. Quien sea salvado del Fuego e ingresado al Paraíso habrá triunfado. La vida mundanal no es más que un placer ilusorio” (Corán 3:185).
Sabed que la vida mundanal es juego, diversión, encanto, ostentación y rivalidad en riqueza e hijos. Se semeja a una lluvia cuyas plantas que hace brotar alegran a los sembradores, pero luego se secan y las ves amarillentas; y finalmente se convierten en heno. En la otra vida recibirán un castigo severo o el perdón de Allah y su complacencia. La vida mundanal no es más que un disfrute ilusorio” (Corán 57:20).

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