EL CRIMEN NO RESUELTO DEL ROBO DEL MUCHACHO RELLENO
Por: Sherezade
A la
hermana Nelsy (quien poco ve el Facebook y seguro que no leerá este artículo)
en nombre mío y de toda la comunidad de la Mezquita Estambul: quiero
agradecerle por ser la artífice detrás de todos esos compartires que tenemos.
La noche en cuestión
La navidad es
una época espectacular. Bueno, era. Era una época espectacular donde se comían
las cosas raras que el resto del año no estaban disponibles. Bueno, y también
tocaba cocinarlas.
Que el amor, la
reunión familiar, los reencuentros, la buena voluntad, el abrazo al vecino, el
vinito, la caja de galletas, sí, todo eso, pero la comida… ¡Dios! La comida de
navidad no tiene comparación.
En navidad en mi
casa se hacían todas esas recetas que parecen dignas de un libro de Laura
Esquivel, y una de esas, mi preferida, es el muchacho relleno.
El muchacho,
como diligentemente me enseña google, es una parte de la vaca que se reconoce
por ser muy dura. Para rellenarlo mi abuela lo ablandaba a golpes y luego le
ponía todo lo que debía llevar, por ultimo lo colgaba encima de la estufa de
leña a que cogiera sabor por tres días.
Tres días
babeando frente a ese pedazo de carne deliciosa, tres días esperando saborear
los condimentos y las verduras medidas de manera exacta por las diligentes
manos de mi abuela, o mis tías, o mis primas, o las que hubieran estado
desocupadas esos días. Tres días de agonía.
Lo terrible era
que después de tres días de estar sometida a esa terrible tortura se repartía
el muchacho relleno entre la familia, acompañado eso sí, de un chocolatico
negro, pero era mucha la espera y poca la recompensa. La tajada de muchacho
relleno que correspondía a cada comensal era poco más que una lámina
trasparente que se diluía en la boca sin demora. Parecía un suspiro de
desasosiego.
Semejante
tortura, lejos de cultivar mi paciencia, me ha enseñado a alejarme corriendo de
las recetas complicadas. Pero me dejó una lección todavía más importante.
En uno de esos
años, cuando uno está creciendo y le parece que las normas de la sociedad son
puros inventos subjetivos, cuando uno siente que el universo gira
egocéntricamente, yo decidí que no iba a esperar para obtener una mísera
tajadita de muchacho relleno: decidí tenerlo ya y tenerlo todo para mí.
En la segunda
noche de preparación, mientras mi familia dormía con los sueños del manjar, yo
me levanté a hurtadillas, fui hasta la cocina y bajé el muchacho relleno.
Cuando lo tuve en mis manos me di cuenta de que no había planeado nada, solo
esperaba cogerlo y morderlo, pero no lo podía devolver en esas condiciones. Estando
en las diatribas propias del crimen escuché las pisadas tenues de mi abuelita
que se había levantado al baño, que quedaba justo al lado de la cocina.
Embargada por el
pánico, supe que no había vuelta atrás y decidí robarme el muchacho relleno,
antes de que mi abuelita llegara me escabullí por la ventana de la cocina hacia
el patio; desesperada y desubicada busqué un escondite, escuché a mi abuelita
trastear, se había dado cuenta del hurto, tenía poco tiempo antes de que pasara
revista a cada una de las habitaciones. El único lugar a la vista era la letrina
del patio, dejé el muchacho relleno en un espacio entre las tejas y los
ladrillos viejos y subí corriendo metiéndome a mi habitación por una ventana.
Dormí tranquila,
creyéndome muy inteligente.
Bajé al patio y vigilando
que nadie me observara me metí en la letrina a comer muchacho relleno sola y
sentada en la taza que olía inmundo. No me importó. Disfruté cada mordisco y comí
hasta hartarme, y para mi sorpresa no logré llegar ni a la mitad de la pieza de
carne, luego de sentirme satisfecha dejé el muchacho relleno en su escondite
entre las tejas y subí.
Arriba el
panorama era desolador, mi familia estaba reunida en la sala, en silencio, abrumados
compartían un chocolate con simples arepas de mantequilla. Luego de mi
tragantona fue un suplicio comerme las onces, pero fue más doloroso ver las
caras de congoja de todos, empecé a sentir que mi robo había sido una villanía.
Para completar
mi pesadumbre, ya entrada la noche llegó otro manjar: buñuelos calienticos,
compartido por la vecina del frente. Tuve que sumarle más comida a mi estómago
empachado y descubrir otra muesca de mi crimen.
Mi tía la mayor,
avergonzada, solo atinó a dar un gracias tímido al recibir el plato, y el hijo
de la vecina se devolvió con las manos vacías. En mi casa no había qué
compartir con los vecinos.
Yo lo había
robado.
Borrando huellas
En la noche bajé
de nuevo, comí de nuevo, estaba delicioso. Siempre pensé que nunca me iba a
cansar de comer muchacho relleno así que comí cuanto pude sin reventar; me
sentía mareada por lo ahíta, pero seguí hasta que mi estómago lleno me obligó a
vomitar, no quise dejar nada así que me enjuagé la boca y volví a comer hasta
sentir de nuevo ganas de vomitar, no podían existir rastros, cualquier migaja me
podía inculpar.
Físicamente no
podía comer más, así que subí y me acosté. Tuve malos sueños, pesadillas que
todavía siento, me revolcaba en la cama en medio de pasillos oscuros y una
sensación de persecución que recuerdo muy vívida.
Mi hermana se
despertó al verme y muy preocupada avivó a mis padres, quienes estuvieron al
lado de mi cama atendiéndome toda la noche. Vi a mi madre hacerme tés para
calmar mi estómago, preocupada de qué sería lo que me había caído mal, cuando
yo sabía perfectamente que todo era resultado de mi infamia, de mi egoísmo al
robar lo que estaba destinado a ser de todos.
El día siguiente
seguí enferma, pero me hice la valiente y me levanté, el estómago me protestaba
pero yo sentía que debía terminar lo que había empezado, bajé y tome el pedazo
que aún quedaba de muchacho relleno, tenía los bordes verdes y sobreponiéndose
al olor de los desechos de la letrina sentí la fetidez de la carne.
Comí. Otra vez.
Vomité. Otra vez. Comí. De nuevo. Comí hasta terminar el robo.
No pude comer lo
que me ofrecieron de cena, mi madre pensó que se debía a mi convalecencia anterior
así que me dejó ir a la cama sin mayor problema.
Recuerdo esa
noche como una de las peores de mi vida, tuve pesadillas, dolores varios y
sobretodo cargo de conciencia. Siempre he pensado que todo eso fue por culpa
del egoísmo profundo que marcó mi accionar, nunca había pensado que una de las
cosas más deliciosas del muchacho relleno era disfrutarlo en familia, el
compartir.
Durante tres
días agonicé en cama calmando mis retorcijones con tés y aguas de yerbas, me
dolía ver a toda mi familia tan preocupada conmigo que olvidó el robo, hasta
los vecinos me visitaron.
Hoy en día no
celebro navidad, pero Dios me regaló la oportunidad de celebrar el Eid al Fíter
con mis hermanos hace poco. En mi mezquita tienen el hermoso gesto de compartir
comida no solo en fechas especiales, sino en cada viernes de Jutba. Fritando,
sirviendo, pasando, recogiendo, recibiendo o simplemente, no haciendo estorbo,
he recordado que compartir puede que no te llene, pero de seguro no te vaciará.
[1] Si me atrevo a confesar este escrito, es porque en
la actualidad me separa un océano y dos continentes de mi amada familia
materna, de lo contrario, este secreto seguiría sepultado en el abismo del
silencio.
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